Portada de antigua versión de Revista Libre Pensamiento

jueves, 14 de febrero de 2013

José María Moncada en su dimensión de Dirigente Político. Segunda entrega :3. El apoyo de Estados Unidos a la Revolución.


Henry L. Stimson "pacificador" de Nicaragua en mayo de 1927; cómplice principal de Truman en el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945



José María Moncada en su dimensión de Dirigente Político. Segunda entrega

3. El apoyo de Estados Unidos a la Revolución*





Problemas en las filas revolucionarias



Ya hablamos del infausto panorama que, al parecer de Moncada, reinaba en las filas del régimen zelayista. Sin embargo, según sus propios planteamientos, las cosas tampoco andaban bien entre los revolucionarios que se alzaron en armas en contra de este régimen en 1909. Hubo liberales que se comprometieron a secundar la lucha de la Costa, pronunciándose a favor de ella en Granada y tomándose los vapores del Lago de Nicaragua. Pero no ocurrió nada de lo que prometieron; ni siquiera siguieron el camino por tierra que los hubiera llevado hasta la Costa para incorporarse a la Revolución. Tampoco se movieron cuando supieron que Emiliano Chamorro había desembarcado en el Bluff, al momento en que estalló la insurrección. Y hasta en Bluefields hubo liberales rivenses que se mostraron indiferentes al inicio, aunque otros fueron resueltos desde el comienzo.



Merece atención lo que el autor señala de los hermanos Enrique y Rodolfo Espinoza. Al primero, la revolución lo nombró agente para comprar armas en Nueva Orleans; el segundo fue propuesto por Juan José Estrada para que representara al Gobierno Provisional en Washington, pero, amen de rehusarse, “declaró (...) ante uno de los secretarios de Estado [norte] americano que la revolución de Bluefields no tenía el apoyo del país.” Moncada aclara, no obstante, que Rodolfo Espinoza era uno de los ministros de Zelaya y que, en tal concepto, no había hecho otra cosa que cumplir con su deber.



Según Moncada, el asunto estriba en que, al conocer que sus hermanos eran parte preponderante de la rebelión en la Costa, Rodolfo Espinoza se acercó a la Revolución, expresando entonces que, a su juicio, la continuidad de Zelaya en el poder era inconveniente para toda Centro América. De esta forma, nació la contrarrevolución.



En relación con Enrique Espinoza, refiere que, al mismo tiempo que se escogió al Dr. Salvador Castrillo como representante de la Revolución en Washington, éste viajó a Nueva Orleans con el objeto de comprar rifles, tiros y otros elementos. Sin embargo, al regresar a Bluefields, llevó consigo mil rifles "Mauser", dos máquinas y doscientos mil tiros. Pero el parque no era para "Mauser" y, ante semejante hecho, sólo expresó que llegaría “más tarde.” 




Así las cosas, Bluefields se vio paralizada, en un momento en el que las “huestes” de Zelaya continuaban acercándose a El Rama. En estas condiciones, los generales revolucionarios retrocedían. La solución al problema la dio un mecánico, que tuvo la idea de ampliar la recámara de los rifles. Así se hizo, y los rifles, puestos en acción, colocaron a El Rama en condiciones de resistir.1





Un recambio inesperado


José Madriz, presidente de Nicaragua desde el 21 de diciembre de 1909 hasta el 19 de agosto de 1910. Derrocado por los conservadores gracias a la intervención estadounidense en su contra.


Según Moncada, se supo que Zelaya maquinó para que uno de los suyos le sucediera en el poder. Sin embargo, arteramente, envió a los revolucionarios proposiciones de paz que éstos rechazaron, no pudiendo, sin embargo, detener el rumbo que llevaban las cosas: Madriz llegó al poder el mismo día de la batalla de El Recreo. Tuvo un bautizo de sangre. Y, según la visión del autor, siendo impuras las manos que colocaron en las suyas la administración del país, viviría envuelto en la borrasca y la impureza.


Con ese recambio las cosas se complicaron. En apariencia, Madriz profesaba ideales libertarios. Pero, no los practicaba. Transigía por oro. Y esto no iba del todo con él, afirma Moncada, quien comprendiendo la apariencia del cambio que quería operarse en el poder y la que daba el mismo Madriz, se pronunció a favor de librar la batalla de El Recreo lo más pronto posible. En las filas revolucionarias se resolvió librarla el 20 de diciembre de 1909.




Al parecer, Zelaya quiso resistirse al cambio en espera de los resultados de El Recreo. Conociéndolos, el 21 diciembre, transfirió a Madriz todo el poder y, de esta forma, la guerra en Nicaragua entró en una nueva etapa, tornándose más cruel y terrible, al avivar los odios pasados y presentes.




La presencia de Madriz en el poder imposibilitó la unidad de los liberales y los conservadores que peleaban contra el régimen tiránico en la Costa. Y no se puede decir que Zelaya pensara en él de forma casual. Lo hizo inspirado por una intriga poderosa urdida en un país extraño. Con todo, la Revolución siguió adelante. Al respecto, Moncada escribe:



“...y tengo [el] orgullo en haber ayudado con todas mis fuerzas a los conservadores contra los liberales. Muy estúpido sería si en diez y seis años de odisea política (?) no hubiese comprendido que tal partido liberal es indigno de figurar en la historia de Nicaragua.” Además, ese partido, según él, vale lo que la fracción hebertista valió para la revolución francesa.2



Disputa por la dirección de la campaña




La revolución siguió avanzando, dice el autor. Empero, al no más caer enfermo Mena, las disputas por la dirección de la campaña no se hicieron esperar. Rivera, el intendente, la quería para Agustín Zeledón. Chamorro la pedía para él “con más derecho y con sobrada justicia.”  Al final, en virtud de que los razonamientos de Moncada siempre tuvieron eco en el General Estrada, Jefe del Gobierno Provisional, la elección recayó en “Chamorro con gran contentamiento del ejército.” Pero, de entre los oficiales de las fuerzas rebeldes, Matute, cuando menos, mostró descontento por ese nombramiento, expresando que no acataría las órdenes de Chamorro, pues para él era una lástima que, en esas manos, todo se fuera a perder.




En medio de ese estira y encoge que motivó la selección del sustituto de Mena -lo que había hecho que cada cual actuara por su lado, de acuerdo a sus propios intereses- se perdió tiempo. Esto permitió a las fuerzas de Madriz prepararse mejor, mientras él hacía propuestas de paz, aparentando disposición para ceder. La situación no era del todo buena para la causa de la Revolución.


La descoordinación, cuenta Moncada, estaba a la orden del día, al grado que se registró un choque entre sus propias fuerzas, motivado por el extravío de un piquete que se ordenó realizar una noche. Hubo en ello influencia del alcohol, pues muchos oficiales estaban en estado de ebriedad. Peor aún, la fuerza de avanzada, desde temprano, se había pasado al enemigo. Y, aún tras la batalla, siguió observándose el fenómeno. En las filas revolucionarias sólo quedaron “los pocos hombres de Mena”, que sumaban unos ciento cincuenta hombres.


Chamorro fue derrotado en Tisma, lo que fue un gran yerro de su parte. El resto de las fuerzas hubiera tenido el tiempo necesario para correr en su auxilio. Pero, mientras Mena y Moncada querían hacerlo, otros lo impedían. Unos tiraban del carro hacia adelante; otros, lo hacían hacia atrás.


Si, como ya quedó dicho, toda Nicaragua estaba en contra de Zelaya, en  contra de Madriz, anota Moncada, sólo estaba la Costa Atlántica, sólo ella “sangraba por la libertad.” Granada, Masaya y Managua, en cambio, no lo hacían.3



El apoyo de Estados Unidos a la Revolución



Moncada critica a Madriz pensando que sus proposiciones de paz no son sinceras. Sin embargo, los llamados revolucionarios hacían lo suyo: proponían a Madriz la mediación -que éste rechazaba- del Gobierno de Estados Unidos. Pero estimaban “necesario impedir todo arreglo”, pues preferían “morir en aquellas montañas”, sepultarse “bajo la ciénaga” o en “las aguas del mar”, y hasta “concluir con todo”, antes de someterse “a esa tiranía espantosa.”


Los revolucionarios querían ganar la guerra contra el régimen de Madriz, pero sabían que eso no podría volverse realidad sin el apoyo estadounidense. Desde luego, no todos confesaban que las cosas fueran efectivamente así. Tampoco lo hacían los liberales que, como Moncada, participaron en la lucha contra el liberalismo nacionalista. En aras de negar la subordinación y la dependencia de los revolucionarios respecto a Estados Unidos, Moncada cuenta que Chamorro les propuso solicitar a New Orleáns, o a Panamá, quinientos mil dólares; que le respondieron que quizá no hubiera necesidad y que, para la causa de la Revolución, sería más glorioso hacer las cosas con sus propios esfuerzos.




Ligado a este afán de Moncada de negar la dependencia que los revolucionarios tenían respecto al Norte, estaba también su propósito de presentar a este imperio como una fuerza que influía en los asuntos internos de Nicaragua, pero sólo en un plano estrictamente moral y fraternal. De este modo, la negativa para aceptar la ayuda estadounidense no tenía nada en común con el temor a una conquista, sino con la dignidad y el orgullo, pues se tenía confianza en que el triunfo, al fin y al cabo, sería alcanzado “sin auxilio material de nadie.”



Hay más aún: en diciembre de 1909, habiendo fracasado en su empeño de evitar que las fuerzas de Madriz entraran a El Rama y a Bluefields, la Revolución pensó en proclamar a la Costa Atlántica “república independiente, al igual de la de Panamá.” Prestemos atención a esta idea porque la comparación con Panamá no tiene nada de casual. Realmente la única manera de lograr ese propósito era contando con el apoyo estadounidense. No extraña que Thomas P. Moffat, cónsul de Estados Unidos en Bluefields, según refiere Carlos Cuadra Pasos, presentara a los líderes conservadores un plan en tal sentido. Por lo demás, Panamá no se volvió, al separarse de Colombia en 1903, sino una colonia del imperio estadounidense. No en vano, como señala Moncada, los madricistas acusaban a los revolucionarios de querer vender la Costa.




El "Venus", un barco gubernamental, amenazaba a los revolucionarios en el Bluff. Hasta ellos llegó un oficio de rendición enviado por Irías, que fue contestado enérgicamente por vapores estadounidenses encargados, según Moncada, de proteger -la cantinela de siempre- los intereses y las vidas estadounidenses. Bajo la compresión de que se acercaba el combate, de los vapores desembarcó gente en Bluefields.


Mientras tanto, el Bluff, la presunta fortaleza inexpugnable, defendida por unos doscientos hombres valientes, pero carentes de alma para el combate, cayó en manos de fuerzas gubernamentales. Para salvar la situación comprometida de los revolucionarios, la intervención estadounidense dio a conocer una resolución del Gobierno de su país, en la que se reconocía el derecho de aquéllos para recaudar aranceles aduaneros. Se puso así término a la ocupación de la fortaleza.4




El dominio estadounidense como fatalidad




Aunque atrás hemos visto a Moncada afanado en negar la intervención estadounidense en favor de los revolucionarios antizelayistas, ahora lo veremos en un plano contrario, no sólo admitiendo la intervención sino también estimándola fatal. La lectura detenida de lo que él dice al respecto, propiamente sobre la relación entre los pueblos grandes y los pequeños, nos ha servido para detectar que, a estas alturas, en su pensamiento se ha registrado un vuelco radical hacia la derecha, en el que ya no queda nada de ese antiguo espíritu de lucha que, en un inicio, alimentó, así fuera sólo en lo teórico.**



El mundo, a su parecer, es ahora un organismo que tiene un cerebro derivado del pensamiento y de los intereses predominantes y fatales, tanto en la economía, como en la política. El género humano va, de este modo, rumbo a una suerte de confederación universal de pueblos pequeños y grandes, siguiendo el ejemplo de los astros que, guiados por el sol, se dirigen a la constelación de Hércules. En este sentido, la intervención estadounidense es un hecho fatal, responde a una ley biológica; por ello, resulta imposible detenerla. Los gobernantes de talento deben convertirla en algo moderado que dé paso a la mezcla y no a la destrucción de unas razas por otras.




Dando a entender que está en favor de que los débiles puedan ser en verdad independientes, Moncada expresa: “Sería muy hermoso, muy bello y digno de memoria que la pulga se rebelara contra el elefante, pero de allí resultaría el aplastamiento y Nicaragua debe propender en primer término a la existencia.”



Todo porque, para desgracia del planeta, ya ha desaparecido el alma hermosa del Quijote. E imaginando a todo el mundo como él, Moncada supone que Madriz -al que llaman, según él, hombre sabio, asunto muy distinto a lo que antes expresó en torno a este mismo personaje- firmó las convenciones de Washington en 1907 y aceptó la existencia de una Corte que era, a su parecer, la primera expresión organizada de la intervención estadounidense en Centroamérica.5 Y si Madriz acató la prohibición inglesa de atacar San Juan del Norte, ¿por qué, se pregunta, no podía aceptar la prohibición estadounidense de atacar Bluefields, lugar en el que había muchos intereses extranjeros?


Los revolucionarios no podían impedir que las fuerzas estadounidenses entraran en Bluefields y en cualquier otro lugar, puesto que el objetivo era evitar la destrucción de una ciudad y, de ningún modo, atentar contra su integridad. Al contrario, actuaban a “favor de la humanidad, sentimiento más noble, más alto y justiciero.”6




Un sacerdote y un poeta contra la intervención



Y mientras Moncada pintaba el dominio estadounidense como una ley biológica a la que no es posible oponerse de ninguna forma, Monseñor Simeón Pereira, en 1921, con motivo de la intervención estadounidense contra Nicaragua, envió una carta al Cardenal James Gibssons, Arzobispo de Baltimore, en la que, entre otras cosas, expresaba:


“La conquista no solamente se extiende a las finanzas, a la política [...] sino que invade los serenos campos de la conciencia [...] Fuertemente vinculados los intereses del Gobierno de Nicaragua con particulares intereses de nuestro País, se aprovecha este nexo para dar acogida a los que llegan quizá [...] como favorecidos, y favorecedores a su vez de planes financieros y políticos [...] Quizá se alegue como pretexto para retener en nuestro País la fuerza armada de los Estados Unidos el que se diga que ésta es garantía de Paz en la República [...] que haya un entendimiento entre nuestra Patria y la nación estadounidense; pero que este sea siempre sobre la base de la equidad y de los mutuos intereses; que no afecte en nada a nuestra religión, a nuestra libertad, a nuestra autonomía, a nuestro idioma; que no trate de deprimir a nuestra raza...”7


Rubén Darío, por su lado, en 1910, en su artículo "Las palabras y los Actos de Mr. Roosevelt”, protestando contra la revolución antizelayista fomentada por Estados Unidos, expresaba:



“Hay en este momento en América Central un pequeño Estado que no pide más que desarrollar, en la paz y en orden su industria y comercio; que no quiere más que conservar su modesto lugar al sol y continuar su destino con la seguridad de que, no habiendo cometido injusticia hacia nadie, no será blanco de represalias de nadie. Pero una revolución lo paraliza y debilita. Esta revolución está fomentada por una gran nación. Esta nación es la República de los Estados Unidos. Y Nicaragua nada ha hecho a los Estados Unidos que pueda justificar su política. Mas bien se encontraba segura, si no de su protección, al menos de su neutralidad, en virtud del tratado y las convenciones firmadas en Washington en diciembre de 1907.”8



Las quejas de Quisling



Tras presentarnos las cosas desde el ángulo de quienes estaban sirviendo los intereses estadounidenses en un plano completamente servilizado, Moncada se queja de que, en el interior de Nicaragua, la prensa atribuyera los triunfos de los revolucionarios a la ayuda de los “americanos.” Y sostiene cerradamente, a contrapelo de los hechos y de lo que él mismo ha dicho, que eso no es cierto, que los revolucionarios por orgullo y pundonor, no lo consintieron y porque creían bastarse a sí mismos para alcanzar el triunfo.


Sin embargo, de inmediato sostiene que el General Chamorro, Pedro Joaquín Chamorro y muchos otros luchadores “querían y pedían americanos”  y sólo una fracción de ellos se opuso a semejante idea. Por lo demás, según él, el total de soldados extranjeros no sobrepasó los treinta hombres y la mayoría regresó a su país sin haber peleado. Según su parecer, los que realmente lo hicieron fueron unos diez.



A todo esto debe decirse que, aunque las cosas hayan sido así, el asunto más que verse desde un ángulo cuantitativo, como lo hace el autor, debe verse desde el punto de vista de la calidad. Por reducida que fuera la cantidad de soldados estadounidenses, contaban siempre con una poderosa maquinaria bélica y con la determinación de los gobernantes estadounidenses de dar permanente protección, según la vieja cantinela, a las propiedades y a las vidas de sus ciudadanos en cualquier rincón del mundo. No obstante, también la cantidad se puso de lado de la Revolución, como lo confirma el mismo Moncada: “Y si ocuparon más de doscientos [soldados] la ciudad de Bluefields solamente guardaban los intereses extranjeros y [a] la población no combatiente.”9



Propuesta de paz



El 29 de diciembre de 1909, Madriz había propuesto una paz basada en las siguientes premisas:


1.  El poder ejecutivo debía ser confiado al Gobierno que él presidía.


2. El licenciamiento de ambos ejércitos: el conservador depositaría su armamento en El Bluff y quedaría custodiado por un cónsul amigo, escogido de común acuerdo, hasta que tomara posesión el presidente electo.


3. El reconocimiento de la deuda pública y la asunción de compromisos pecuniarios por parte de la Revolución.


4. La elección de un presidente en un plazo que no excediera los seis meses a partir del momento en que el acuerdo quedara ratificado.


5. Madriz no sería candidato en el afán de garantizar la elección del presidente.



Juan José Estrada, Emiliano Chamorro y Pedro A. Fornos le respondieron, el 31 de diciembre de 1909, que la base primordial de un arreglo debía ser el reconocimiento previo del Gobierno Provisional que Estrada encabezaba, quien, por su lado, contraería el compromiso de realizar elecciones libres de autoridades máximas del país.



Demostrando que el fin de la guerra estaba en manos de Estados Unidos y no de ellos mismos, los revolucionarios, el 3 de marzo de 1910, enviaron al cónsul de Estados Unidos en la Costa Atlántica de Nicaragua, T. Moffat, una carta. Tras plantearle la necesidad de la paz, en ella suplicaban al Gobierno de Estados Unidos dignarse a “mediar amistosamente para terminar la guerra.” 



En su calidad de mediador, el Gobierno estadounidense designaría al más apto de los nicaragüenses para ocupar provisionalmente la presidencia, sin que Estrada ni Madriz pudieran serlo. El presidente provisional, a su turno, convocaría a elecciones inmediatamente para elegir al presidente constitucional. El Gobierno de EEUU reconocería dichas elecciones. El de Nicaragua, a su vez, aceptaría la deuda pública contraída por la Revolución y aboliría “los monopolios inconstitucionales y las concesiones ruinosas.”



Madriz, por su lado, en carta dirigida a Juan J. Estrada el 14 de marzo de 1910, expresaba, entre otras cosas, su confianza en que el Gobierno estadounidense estaría dispuesto a aceptar con gusto su mediación en el conflicto, siempre y cuando entre las bases que le presentaran no hubiera alguna por completo inaceptable. Pero no ocurría así, porque la primera y la tercera de las bases propuestas violentaban la Constitución de Nicaragua y herían la dignidad de la nación. El Gobierno reconocería, eso sí, la deuda pública de la Revolución y aboliría tanto los monopolios inconstitucionales como las concesiones ruinosas.



Comentando este intercambio de correspondencia, Moncada escribe:


“...generalmente se busca para mediadores entre las naciones a los gobiernos más imparciales y equitativos (?) ¿Qué ofensa había, pues, para la soberanía nicaragüense en proponer como mediador, en una contienda civil a un presidente norteamericano? ¿Era más civilizado y más humano seguir derramando sangre para conquistar el poder? [...] La intervención para las elecciones era meramente diplomática [...] y eso tampoco merece censura.”  10




En la candidez de estas preguntas no podía creer siquiera el mismo autor, quien atrás dejó claramente establecido que el dominio estadounidense sobre los pueblos del continente es algo tan fatal como la atracción que el sol ejerce sobre los planetas que giran a su alrededor. Tampoco podía esperarse inocencia alguna en aquél que, como Moncada, estaba claro de que el gobierno estadounidense había concedido a la facción de Estrada el derecho a cobrar aranceles aduaneros en Bluefields, negándoselo a las fuerzas del Gobierno de Madriz.


Continuará.
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* El uso del concepto “revolución” en el presente texto no guarda relación alguna con el que se utiliza para hacer referencia a profundas transformaciones sociales, sino en este caso particular a una revuelta armada concebida, financiada y promovida por EEUU.


** El presente ensayo es parte de una tesis nuestra intitulada José María Moncada: Pensamiento y Acción. No hacemos en él, por consiguiente, alusión directa a los aspectos que estamos acá sólo recordando de otras parte de todo nuestra tesis.  

Ver primera entrega de este ensayo en el siguiente vínculo:






1. Moncada, José María. Memorias de la revolución contra Zelaya. Ob. cit. pp. 11-12. (Ya citada en la primera entrega). 
2. Ibíd. pp. 24, 28, 32-34.
3. Ibíd. 26, 35-36, 39, 55, 67.
4. Ibíd. pp. 73, 79-80, 131-132.
5.  La Corte de Justicia Centroamericana no fue un instrumento dócil en manos de Estados Unidos. Por el contrario, condenó los términos del tratado Chamorro-Bryan por atentar contra la soberanía no sólo de Nicaragua sino también de Costa Rica, Honduras y El Salvador. Es más, como la determinación de esta corte fue que Nicaragua mantuviera su statu quo anterior al tratado, Estados Unidos y Nicaragua rechazaron esta decisión. Nearing, Scott; Freeman, Joseph. La Diplomacia del Dólar. Editorial de Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro. La Habana 1972. p. 209.
6.  Moncada, José María. Memorias de la Revolución contra Zelaya. Ob. cit. pp. 138-139.
7. Carta de Monseñor Doctor Simeón Pereira y Castellón a su Eminencia Cardenal James Gibbons, Arzobispo de Baltimore, fechada el 9 de enero de 1921. En: Medicina y Cultura. Año I.  Enero de 1979. Nº 3. pp. 19-21.
8. Darío, Rubén. Las Palabras y los Hechos de Mr. Roosevelt. En Darío Rubén. Textos Socio-Políticos. Managua, Nicaragua. Ediciones de la Biblioteca Nacional. 1980. p. 46.
9. Moncada, José María. Memorias de la Revolución contra Zelaya. Ob. cit. pp. 139-140. En contra de posiciones semejantes, sustentadas por historiadores estadounidenses, interesados en minimizar la presencia de la infantería de marina en Managua y el puerto de Corinto en 1912, resaltando que se trataba de tan sólo cien simbólicos marines, Gregorio Selser escribe: “La falacia del argumento reside en aparentar ignorancia de los métodos de que se valieron Díaz y sus sucesores para acallar toda oposición liberal: la violencia, la cárcel y hasta el asesinato. Los marines servían como decoración disuasiva, porque el poder seguía siendo custodiado por las naves de Guardia en Corinto o en las cercanías de Bluefields, sobre el Atlántico. Bastaba el aviso telegráfico para que en pocas horas se hiciera presente la llamada "Flota Bananera", caracterización muy utilizada en la época para describir a los escuadrones navales que patrullaban el área centroamericana”. Selser, Gregorio.  Nicaragua de Walker a Somoza. Ob. cit.  p. 132.  (Ya citada en la primera entrega).
10.Moncada, José María. Memorias de la Revolución contra Zelaya. Ob. cit. pp. 262-264, 267, 279.  

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