Portada de antigua versión de Revista Libre Pensamiento

sábado, 9 de febrero de 2013

Reportaje al pie de la horca








Reportaje al pie de la horca*
Por  Julios Fucik



Reportaje al pie de la horca

(De ediciones Akal, Madrid, 1985)




Texto de la contraportada




Julius Fucik nació el 23 de enero de 1903. Tras estudiar filosofía, en 1921 ingresó en el Partido Comunista e inició su labor de crítico literario y teatral. En los años de ocupación de Checoslovaquia por Hitler, publicó bajo seudónimo ensayos sobre las figuras más representativas de la cultura democrática checoslovaca, siendo detenido en abril de 1942 por la Gestapo, en el verano de 1943 trasladado a Berlín y aquí ejecutado, el 8 de septiembre de 1943. Su Reportaje al pie de la horca, sacado hoja por hoja de la cárcel y publicado en 1945, adquirió gran resonancia mundial y fue traducido a ochenta idiomas. En 1950, a título póstumo, Fucik recibió el Premio Internacional de la Paz.

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Unos días más tarde, en el mismo lugar está Milos Krásny, valiente soldado de la revolución, detenido en octubre del año pasado, a quien ni las torturas ni las mazmorras de castigo han podido doblegar. Medio vuelto hacia la pared, explica tranquilamente algo a un vigilante situado a sus espaldas. Me ve, sonríe, mueve la cabeza en señal de despedida y continúa:


—Todo esto no os ayudará en nada. Muchos de nosotros caerán todavía, pero seréis vosotros los vencidos...


Y otra vez, también al mediodía. Estamos en los bajos del Palacio Petschek esperandola comida. Traen al general Eliás. Tiene un periódico bajo el brazo y lo señala con una sonrisa: por él ha sabido de sus “vínculos” con los autores del atentado.


—Tonterías —dice brevemente y se pone a comer.


Sigue hablando de lo mismo por la tarde, al volver con los otros a Pankrác. Una hora después lo sacan de la celda y lo llevan a Kobylisy. Los montones de muertos aumentan. Ya no se cuentan por decenas ni por centenas, sino por millares. La sangre siempre fresca excita los ollares de las fieras. “Despachan” hasta altas horas de la noche. “Despachan” incluso los domingos. Ahora todos llevan el uniforme de S.S. Es su fiesta, la fiesta del crimen. Envían a la muerte a obreros, campesinos, maestros, escritores, empleados; asesinan a hombres, mujeres y niños; exterminan a familias enteras; arrasan y queman aldeas completas. La muerte por el plomo se pasea como la peste por todo el país sin distinción.


¿Y el hombre, en medio de este terror?


Vive.


Es increíble. Pero vive, come, duerme, ama, trabaja y piensa incluso en miles de cosas que no guardan ninguna relación con la muerte. Quizás soporte en su nuca una carga terrible, pero la lleva sin bajar la cabeza, sin sucumbir bajo su peso.


A mediados del estado de sitio, “mi comisario” me llevó a Braník. El bello mes de junio estaba impregnado del aroma de los tilos y de las tardías flores de acacia. Era un domingo por la tarde. La carretera, en las terminales de los tranvías, era insuficiente para la precipitada corriente de los que regresaban de las excursiones. Volvían ruidosos, alegres, agradablemente fatigados, abrasados por el sol, el agua y los brazos de sus seres amados. La muerte, únicamente la muerte, que revoloteaba a su alrededor amenazándoles a ellos también, era lo único que no se reflejaba en sus rostros. Bullían, saltarines y simpáticos como los conejos. Como los conejos. Extiende la mano y escoge a uno de ellos, de acuerdo con tu apetito. Se acurrucan en un rincón, pero al instante bullen de nuevo, con todas sus precauciones, sus júbilos y su deseo de vivir.


De un golpe fui trasplantado del mundo amurallado de la prisión a esta corriente torrencial y, al principio, gusté con amargura su beatífica dulzura.


No era justo; no era justo.


Era la vida lo que yo veía allí; la vida sometida a una terrible presión, abatida en uno y creciente en un centenar. La vida, que es más fuerte que la muerte. Y eso no es amargo. Además, nosotros mismos, en las mazmorras, en medio del terror, ¿acaso somos de otra pasta?


Algunas veces fui a los interrogatorios en autocares de la policía, en los que los guardianes se conducían con moderación. A través de las ventanillas contemplaba las calles, los escaparates de los comercios, los quioscos de flores, la masa de peatones, las mujeres. “Si logro contar nueve pares de bonitas piernas, me dije una vez, no seré ejecutado hoy”. Y luego contaba, miraba, comparaba, examinaba minuciosamente sus líneas, reconociendo y rechazando con interés apasionado, no como si de ello dependiera mi vida, sino como si no se tratase para nada de la vida.



Regularmente volvía tarde a la celda. El padre Pesek estaba ya inquieto, preguntándose: ¿volverá? Me abrazaba; le contaba en pocas palabras lo que había de nuevo, quién más había caído ayer en Kobylisy. Luego comíamos con un apetito feroz las repugnantes legumbres secas, cantábamos canciones alegres o aburridas y jugábamos a ese estúpido juego de los dados que llegó a apasionarnos. Era precisamente en las horas de la tarde cuando, a cada instante, podía abrirse la puerta de la celda y llegar el mensaje de la muerte, destinado a uno de nosotros.



—¡Tú o tú, abajo! Con tus pertenencias. Rápido.


Esta vez no nos han llamado. Hemos sobrevivido a estos tiempos de terror. Los recordamos hoy con extrañeza, por sobre nuestros propios sentimientos. ¡Cómo está construido el hombre, que puede soportar hasta lo insoportable!



Pero hubiera sido imposible que aquellos momentos no dejasen profundas huellas en nosotros. Quizás permanezcan como un carrete de película enrollados en el cerebro, y comiencen a desenrollarse, a desenrollarse hasta hacernos enloquecer algún día en la vida real, si alcanzamos a vivirla. Y quizás también los veamos como un gran cementerio, jardín verde en el que han sido sembradas simientes tan preciosas.


Simientes preciosísimas que germinarán.


CAPITULO VII Figuras y figurillas (II) Pankrác


La cárcel tiene dos vidas. Una encerrada en las celdas, rigurosamente aislada del mundo exterior, pero ligada a él por los lazos más íntimos, sobre todo cuando se trata de presos políticos. La otra está fuera de las celdas, en los largos pasillos, en la triste penumbra:



vida totalmente encerrada en sí misma, uniformada, más aislada que los presos en las celdas. Gente entre la que hay muchas figurillas y pocas figuras. De ésa quiero hablar.


Tiene su zoología. Y también su historia. Si no las tuviera no habría podido conocerla tan profundamente. Conocería solamente el decorado que mira hacia nosotros; sólo su fachada, en apariencia entera y sólida, que pesa como el hierro sobre la población de las celdas. Así fue todavía hace un año; así, hace seis meses. Ahora esta fachada está llena de fisuras, a través de las cuales se perciben los rostros: pobres, agradables, preocupados, ridículos, variados, pero siempre rostros de criaturas humanas. La penosa situación del régimen pone en presión cada miembro de este mundo gris y saca a la luz todo lo que en él quedaba de humano. Algunas veces muy poco. Otras algo más. Esa cantidad los distingue entre sí y forma los tipos. Evidentemente, encuentras entre ellos también algunos hombres enteros. Pero ésos no han esperado. No han necesitado sentirse en peligro para ayudar a los otros a salvarse del peligro.


La cárcel es una institución sin alegría. Pero ese mundo de fuera de las celdas es más triste que el de las celdas. En las celdas reina la amistad. ¡Y qué amistad! Es de ésas que sólo se forjan en el frente, en los grandes peligros, cuando tu vida puede estar hoy en mis manos y la mía mañana en las tuyas. Ese tipo de amistad no existe en absoluto entre los vigilantes alemanes. Y no puede existir. Ellos están rodeados de una atmósfera de delación: uno denuncia y persigue a otro, cada uno de ellos está en guardia ante otro, aunque oficialmente se llamen “camaradas”. Los mejores de entre ellos, los que no pueden o no quieren estar sin amigos, los buscan otra vez en las celdas.


Durante mucho tiempo desconocimos sus nombres. No tenían gran importancia. Entre nosotros les designábamos con los apodos que les dimos o que les habían puesto nuestros predecesores. Tales apodos son una herencia de la celda. Ciertos vigilantes tenían tantos motes como celdas hay. Eran tipos intermedios: ni carne ni pescado. Aquí dieron un día un poco de comer, al lado golpearon a un hombre en la cara. Eran sólo segundos de contacto con los presos, pero habían quedado grabados para siempre en la memoria de la celda, dejando cada uno una idea particular, un sobrenombre especial. Detiempo en tiempo, sin embargo, las celdas se ponían de acuerdo para escoger el apodo. En los casos cuyo carácter se hallaba bien definido. En uno u otro aspecto. En el bueno o en el malo.


¡Mira esos tipos! ¡Mira esas figurillas! No han sido reunidos al descuido. Son una parte del ejército político del nazismo. Los hombres escogidos. Los puntales del régimen. Los pilares de su sociedad...



“El Samaritano”


Un hombre gordo grandote, con una pequeña vocecita de tenor: Rheuss, “reservista S.S.”, bedel en una escuela de Colonia del Rin. Como todos los bedeles en Alemania,siguió un curso de primeros auxilios y de cuando en cuando reemplazaba al enfermero.


* La versión completa del libro está accesible en este vínculo: 




Versión tomada de Clarín de Colombia.





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